martes, 16 de febrero de 2010

Una palabra, un prejuicio: una madrugada, un vacío.



Una nube confusa e invisible fue disipando la memoria de la madrugada, volví a soñar con aquella mañana en que ignoraba a la vulgar gente que venía disfrazada, y después de contemplarme en el espejo de una piel amarilla pálida, encontrar con la mirada la sonrisa más bella y humilde de un chico con su perro, el cabello denso y crespo, su pantalón de chándal, su abrigo de salir por las mañanas, su sonrisa diminuta como una caricia fugaz pero no en vano. Un solo momento es capaz de decir como la poesía en una sola palabra en medio del inmenso vacío, de la incertidumbre estremecida e insulsa. Recordaba dos semanas antes cuando también paseaba aquel mismo perro delante de mí, y después de mirar al mastín a los ojos, como si fuera humano, tiró de la correa con todo su peso y se sentó delante de mi, interponiéndose entre los dos. Aquel día me ignoraba, desvió la mirada como si no hubiera nada. Su sonrisa de días después, la mañana después del día de carnaval, fue un descubrimiento humilde y feliz.

Sorprendido el sueño por mitigado murmullo de aquella nube, me asomé a la ventana buscando un poco del aliento frío hurtado a la noche. Bajo el cristal, un chico de nariz chata y camisilla blanca se detuvo a escrutar los insultos dulce y hábilmente escritos en la puerta pálida y las ventanas rotas, solamente interrumpido por el brazo musculoso de hombros torneados del chico de la camisilla negra, manos de terciopelo y voz suave. Le envolvió el pecho entre los brazos y dio dos zancadas entre abluciones y caricias. Escrutando con las manos tratando de buscar un hueco en el cuerpo del otro. ‘Caminaba así abierto de piernas por la enculada’-decía el chico torneado y turgente de camisilla negra, haciendo un gesto con las piernas, como un sordo murmullo que se va extinguiendo calle abajo. Fue entonces cuando mientras reían se volvieron y vieron recortada mi sombra. Al llegar a su portal a unos metros de la ventana, hicieron señas y gestos extraños difíciles de descifrar, insultaban y gritaban riendo como locos . Fue entonces cuando descubrí que vivían aquí. No sé por qué sentí un dolor intenso, un dolor profundo que transpiraba todo mi cuerpo como si fuera el rayo de la luz traspasar un cuerpo cristalino. Sus palabras llenas de cólera y chanza desde su ignorado portal eran como alfileres profundas de avispero. El avispero permanecía con sus macabras sombras invisibles de hombres malvados, de cincuenta hombres itinerantes que aparecen y desaparecen en puertas diminutas y diabólicas. Reían y sentía su risa.


El cuerpo helado del aire, no sentía las caricias de las mejillas, ni traspasaba el cuerpo ciego y blanco de la luz. Pensaba en el oblicuo recuerdo de otros días lejanos y borrados eternamente, imprecisos y débiles, mientras se hacía el paso largo y escasa la luz. Me sentía tan dolido y comprendía tantas cosas tan sólo con una intuición tan insípida. Fue entonces cuando se derrumbó como el peso de infinitas columnas el torrente pluvial del día. Me arrastraba el agua llena de inquietud. Necesitaba tomar el aliento del mar y secar las lágrimas con la manga húmeda.
Los ojos de un desconocido sonriente de rostro infinitamente dulce que corría brillaron como un estro luminoso. Su camiseta húmeda marcaba sus pezones y recortaba su torso.
Fue un instante plácido y luminoso, lleno de un lirismo vigoroso y humilde. Solo aquel instante valió por el resto del día. Su sonrisa desconocida llenó de significado toda la tarde.